¡Cuántos días buenos, cuánta luz en cada uno de ellos, y están tan lejos, llenándose de polvo, quedándose colgados entre algún cable de luz, igual que unos tenis viejos!. Cada cosa en la que uno no puede vivir y ser y continuar recorriendo las astucias que imparcialmente nos arroja el aullar de los días ávidos de nuestra suerte afable y lucida.
Volver a vernos, volver a mover los pies, dar una dirección al camino, hacia ti voltear, tan sólo por un momento, disfrutar un par de horas del terror y la maravilla de amar. Y son tan cortos esos momentos, me dices de golpe que te tienes que ir, y, yo, aún estando muerto de la noche antigua, te respondo con un llanto entre tu cabello, entre tu abrazo, hasta donde la piel alcanza a dividirnos. La tristeza se hace presente en las palabras más tristes, y en la hora más cósmica, más universalmente desigual. Tenemos que levantarnos de nuestro ruidoso silencio, besarnos de pie, y aunque no eres tan alta como yo, insistes alzando los pies (y que feliz soy si haces eso). Pero siempre terminas yéndote. Me preguntas que por qué no busco a alguien más, con más tiempo, más cerca y más todo; no te digo nada porque te quiero a ti. No quiero ni tiempo, ni otros pensamientos, tampoco otros labios. Mi amor va más allá de esas cosas, te quiero a ti porque eres tú: mujer, bosque, flor, agua, camino, equilibrio. ¿Qué importa la muerte, que importa Dios y su reino de los cielos; qué importa la felicidad, la angustia y el temor si te tengo a ti?
Enamorado, sencillamente enamorado, perdidamente...enamorado.
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